martes, agosto 12, 2025

 EL VIAJE

Los peces en la pecera tenían los ojos saltones y la mirada vacía.  Cuando se cruzaban se . saludaban con un “Buenos días” que s olo ella percibía. Lo primero que hacía al levantarse era saludarlos como correspondía, cumpliendo con su obligación y punto. Luego les daba de comer y ahí era cuando perdían todos sus buenos modales.  Pequeños tiburones a la caza de unas migajas de pienso para peces.  Mientras preparaba su café, pensaba que debía hacer lo mismo: salir a trabajar para poder tener su pienso y mantener su piso con balconcito. Tomó el café siempre espumando un poco la leche y se apresuró para no perder el autobús en el que debía recorrer ochenta kilómetros para dar su primera clase a las ocho de la mañana en la ciudad de Segovia. Al llegar, después de dos transbordos de metro, se montó en las filas delanteras junto a la ventanilla y procedió, como todas las mañanas, a taparse la cabeza con su abrigo para no ser reconocida. Una simpleza, porque todos sabían quién era y no, no eran como sus peces que saludaban cortésmente. Su presencia era para ellos, una invasión en su territorio y fuera de clase podían hacer todo tipo de comentarios. No le afectaban, al fin y al cabo, eran unos adolescentes enfadados con el mundo.

Hacía frio esa mañana y había decidido ponerse un voluminoso abrigo de pieles que, a modo de manta, le sirvió para amodorrarse en el camino. El abrigo era un vestigio de su vida anterior. Una vida llena de mimos y lujos envenenados que, a la primera de cambio, se convirtió en nada.  Para merecer todo eso había que seguir unas pautas, y ella se las había saltado todas como  un torero que enfrenta la muerte frente a un Vitorino de raza.  Su novio, la animó a corregir ese error, amenazándola con dejarla si aquella  criatura seguía creciendo en su interior. No era valiente ni una mártir. Había sido algo natural, imperioso, que no le permitió ceder ante las amenazas. En el colegio ya empezaban a notarle la tripa y se rumoreaba que los curas pensaban despedirla. Su novio, compañero suyo, no paraba de intrigar para dejarla en la calle. Desobedecer al hombre todavía estaba penalizado y quedarse embarazada fuera del matrimonio era propio de una cualquiera.

Al bajar del autobús y dirigirse al aula sabía lo que la esperaba. Un montón de alumnos somnolientos iban a oírla desgañitarse intentando explicarles la Canción del Pirata de Espronceda. Les habló de la libertad del pirata “cantando alegre en la popa”. Mientras lo hacía, su sabandija bailaba en su interior y eso la hacía fuerte. Cuando volvió a Madrid, a pesar del frio, cogió el abrigo y lo depositó junto a una mendiga que dormitaba en una esquina. La mujer no tenía ni sabandija ni balconcito y ella tenía que soltar lastres.

Ribemependros 

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